La tercera y última de las “Rutas de fe y cultura” que teníamos programadas para este curso, bajo el epígrafe de “Por las huellas de San Pedro de Alcántara” tenía que ser a El Palancar. El autobús nos dejó junto al monasterio temprano el domingo 10 de marzo. La mañana espléndida, fresca y soleada, invitaba a un paseo. Así descendimos por un carril hacia Pedro de Acim. Éramos unas treinta y cinco personas; nos acompañó amablemente fray Jose Juan, el guardián del monasterio. Javier Irurita nos hizo de guía ayudándonos a ver las peculiaridades del paisaje —maravilloso, más en esta época—, la curiosidades de la historia del pueblo y los valores de su patrimonio, fundamentalmente de la iglesia parroquial de Santa Marina. El pueblecito, que ahora habitan apenas 125 personas, fue fundado en el siglo XIV por el asentamiento de unos carboneros que explotaban el bosque mediterráneo de esta serranía. Se acuesta en la falda de la sierra del Pedroso entre las cresterías cuarcíticas del norte que la separan de la solana de Cañaveral que, al otro lado, mira desde su atalaya a las aguas embalsadas en el Tajo por el pantano de Alcántara.
El agradable paseo de unos pocos
kilómetros que nos llevó a través del pueblo (nos detuvimos brevemente en la
iglesia y los antiguos lavaderos) lo acabamos en el restaurante de Getulio, muy
cerca del monasterio. Allí paramos a descansar y tomar un café agradecido…
El resto de la mañana transcurrió
más hacia el interior. A eso invitaba el
pequeño monasterio que había fundado nuestro santo en 1557, empujado por sus
deseos íntimos de austeridad, soledad y oración, después de su experiencia en
el eremitorio de Santa Cruz de Paniagua. Atentamente nos guiaron en una breve
visita los hermanos franciscanos que le dan alma. Su reducido tamaño —está
considerado el monasterio más pequeño que existe— es expresión silenciosa de
las claves de la reforma de san Pedro: sencillez
evangélica, recogimiento en la oración contemplativa, y ascesis. De esto nos estuvo hablando el
hermano guardián, fray Jose Juan, especialmente de las enseñanzas del santo en
su famoso Tratado de la oración. Una charla
breve y sencilla pero profunda que suscitó luego un interesante coloquio.
Después de la eucaristía tuvimos una práctica de oración contemplativa —por
supuesto voluntaria— que dirigió fray Jose Juan siguiendo los consejos del Tratado del santo alcantarino.
Comimos, antes de volver, en el
recogido jardín del monasterio. Mira muy a lo lejos, a la penillanura que se
extiende hacia el norte. Al fondo, acotando el inmenso horizonte, las últimas
estribaciones del Sistema Central: desde el Valle del Jerte hasta la Sierra de
Gata.
No mucho más tarde de las 4 volvimos
a Cáceres, a nuestras rutinas que, estoy seguro, nos parecieron más amables
después de tan enriquecedora mañana tras las últimas huellas de San Pedro de
Alcántara. Ese agradable paseo, esa mirada a nuestro patrimonio cultural y
natural, la enjundiosa charla del hermano guardián, el recogimiento de la
eucaristía y la oración, la convivencia… Sin duda un día de provecho.
Javier
García Aparicio
Delegación
fe-cultura
No hay comentarios:
Publicar un comentario